
Después de la derrota cotidiana a la vigilia
- Posted by Adsoporte2015
- On 12 febrero, 2015
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Una mañana cualquiera después de la derrota cotidiana conta la vigilia. El sueño se hizo persona, y la persona, paseante con las manos en los bolsillos del pantalón vaquero, recién lavado, viejo pero nuevo, viejo compañero recién levantado a toque de diana, sacado de la litera del armario, sobre la cajita de cartón que encierra una agenda de cartón y costuras doradas como cadenas de lujo que la condenan a penar por una culpa de la que nunca fue responsable. De su primera comunión solo guarda eso y unos vaqueros, los anteriores a los actuales. Los primeros, comprados de la paga de la primera comunión, aunque apenas guarda nada. Los recuerdos son como despertarse: vienen a estropear la memoria. Por eso regala los libros una vez leídos. Un libro, según él, no es una historia con unos personajes envueltos en una trama y laminados en hojas. Un libro es como una conversación, como una canción, como un beso o un llanto, como la punzada de un dolor de barriga. O un deseo. «Yo soy mis recuerdos… ¿no se nota, acaso?».
En esto pensaba el paseante cuando se topó con un semáforo. Alzó la vista y vió una cafetería. Parecía agradable, como todo lo que huele a café reciente. Y estaba justo enfrente. Se llamaba «Lejos de aquí». Pinzó los vaqueros por los costados de la cintura y se los levantó un poco, en un gesto mil veces realizado, el cual el vaquero acompañaba como con vida, como cuando tu perro arquea el lomo cuando le pasas la mano. Al abrir la puerta de cristal se giró al oír, de lejos, la voz de su madre llamándole por el diminutivo de su nombre. Debió ser producto de los goznes de la puerta al girarse; nadie desde la calle parecía llamarle.
Pidió un café y… una tostadita sin mantequilla. El camarero, de chaqueta blanca, impecable, le dijo: «ya estás». ¿Ya está? ¡Qué rápido! «No, no, la tostada tardará un minuto. Quiero decir que ya estás». Él asintió, sin saber a qué. Se metió las manos en los bolsillos, un poco arrepentido de no haberse lavado la cara con agua fría. En otro gesto automático probó a rascar la costura del fondo de los bolsillos. En uno de ellos notó algo raro y lo sacó cuidadosamente. Parecía un papelito momificado tras un lavado feroz. Al abrir la egagrópila se dió cuenta de que era un manuscrito porque el azul de la tinta no era como el negro de sus facturas de impresora. Antes de abrirlo totalmente llegó el café con la tostada y, al tiempo, se abrió la puerta que le llamaba por el diminutivo de su nombre. También se giró y al hacerlo pasó sus dedos por el azucarillo que jugaba a la ruleta en el platillo del café. Lo recogió del suelo y leyó «Cafetería Cerca de aquí». Vaya, han debido cambiar de nombre hace poco o este azúcar está pasado, se bromeó. Al erguirse, volvió a sonar la puerta y entró un señor que pareció imitar a su madre. Entró con un perrillo al que ató al paragüero de la entrada. Se sacudió como sólo sabe hacerlo un perro sin complejos, con energía suficiente para hacer de su saliva unas perseides siderales. Una gota, un meteoro, cayó en el pantalón, en la pernera. Él se frotó un poco con la mano, sabiendo que la mancha no se quitaría sólo con ese gesto. Al pasar su mano por la tela notó algo en su otro bolsillo. Lo sacó a la luz y vio que era una pequeña medalla, dorada y gastada. En el dorso estaba grabada una inscripción. «Se te va a enfriar el café», dijo el camarero. Tomó un sorbo. Caliente, como debe ser. Vaya, sin azúcar, como no debe ser. Rasgó el sobrecito, pero no era azúcar lo que había en su interior. El edredón de papel encerraba una figurita de marfil amarillento, muy antiguo y muy sobado. La colocó junto a la medallita y al gurruño de papel doblado. Notó que las manos le empezaban a sudar.
Unfinished. Circa 2000. Traslations into english will be appreciated.
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